lunes, 20 de febrero de 2012

El mérito. O la caca de la vaca.




Entre todos los principios que rigen la economía liberal, existe uno sobre el que defensores y críticos suelen pasar de puntillas. Se trata del criterio del mérito. Se podría anunciar así: “quien más trabaja, más talentos pone en juego, o más arriesga, está en posición de recibir un mayor beneficio”. Un principio que está en el corazón de las creencias liberales: si la economía de mercado se autorregula a través de la competencia, es por el intento de los individuos de satisfacer sus necesidades. Tales necesidades, tomadas en cuanto al cómputo global llegan a ser infinitas por la posibilidad de satisfacción de las mismas, y la causa operativa mediante la cual esas necesidades se intentan satisfacer es el mérito, el talento, el empeño o la habilidad.
Se trata de un principio sobre el que todas las escuelas liberales convienen, si bien el debate sobre sus condiciones puede oscurecer la percepción del acuerdo de fondo. Para los liberales clásicos, el juego de “lo económico” y la competencia entre propietarios exige la igualdad ante la ley y la ausencia de coacción externa, de modo que las mismas diferencias naturales y los distintos talentos puestos en juego darían cuenta de las diferencias sociales observadas en una sociedad. Para las posturas más keynesianas, las políticas públicas precisamente se orientan a igualar unas condiciones de partida, pero con el fin de que todos puedan partir con las mismas opciones y que ese mérito no se vea obstruido por condicionantes de distinta índole. Para los liberales de raíz hayekiana, en todas sus gamas, de lo que se trataría sería de evitar los obstáculos que impiden que los individuos alcancen los recursos y posiciones de que pueden ser merecedores por sus tantos: esto podría acabarcar desde las “funciones de producción” de Hayek y Buchanan, asegurando ciertos recursos sociales, hasta las tesis más antiestatalistas de Friedman, Lepage o Rothbard.
Tan evidente es tal criterio para el liberalismo, que obvia cualquier explicación sobre el mismo. Tanto es así, que cualquier exposición sobre el mismo, o bien pasará de puntillas sobre él, o bien pondrá ejemplos (como los del vídeo a partir de 6.02; dicho sea de paso, poner a Platón o a Aristóteles como críticos con el "capitalismo" le hace incurrir en la ignorancia que él critica a esos intelectuales aludidos) relacionados con el sector primario o de procesos productivos que podríamos calificar de premodernos.
En el caso del vídeo que he puesto ahí, vemos que se nos habla de fabricantes de bañadores. Se podrían emplear otros ejemplos como el de panaderos, zapateros o taberneros. Un ejemplo trivial: si un panadero trabaja todos los días del año, su productividad será mayor que la de un homólogo que se tome libres los fines de semanas y festivos. Si añadimos a eso la calidad del producto, su demanda se hará mayor, que puede provocar una ampliación de la producción o la inversión de los capitales excendentes en mano de obra para satisfacer tales demandas. Es un ejemplo tan trivial, que resulta molesto. Porque aquí de lo que se disputa no es sobre esto: el ejemplo lo aceptaría también un socialista. La cuestión es si efectivamente el criterio del mérito o del talento en nuestras sociedades complejas constituye el motor de la distribución de los recursos y de las posiciones sociales.
Lo problemático de la cuestión se despeja si nos fijamos no en panaderos o en fabricantes de bragas, sino en consejos de administración de empresas multinacionales, poseedores de los títulos de propiedad de entidades bancarias, acceso a los puestos de producción de conocimiento o relacionados con los medios de comunicación. La respuesta habitual suele ser un nuevo ejemplo de fabricantes de bañadores. Es en ese momento cuando la respuesta liberal se colapsa. Ahí detectamos un problema, que no es otro que el que aqueja la cuestión del talento o del valor en cualquier otro dominio social. El “mérito” o el “talento” en nuestras sociedades modernas es prácticamente indiscernible, no es cuantificable, carece de posibilidades de mensurabilidad, y no puede equipararse a las ventas de las barras de pan (por cierto, el ejemplo acerca peligrosamente la tesis a la noción socialista del trabajo como causa eficiente del valor). Vamos a tratar de estrangular al “mérito” para que él mismo nos cuente la verdad.
“Ser merecedor de algo” implica haber obtenido algo en justicia, en donde lo obtenido equivale cualitativamente a lo empleado para obtenerlo. Por eso en ámbitos de producción primaria o de intercambio directo, el principio carece de objeción. La producción material implica aplicar una actividad que desarrolle un producto: la calidad del producto y la masa producida es directamente proporcional al esfuerzo y a la habilidad. Se podría ampliar el efecto a la producción intelectual o literaria. Sin embargo, la adquisición de recursos valiosos dentro de la jerarquía social, o la retribución creciente por ocupar posiciones sociales relevantes no tiene una relación de causalidad directa con el mérito. ¿Por qué? Porque el mérito es una abstracción del esfuerzo, del conocimiento y del talento. Sin embargo el sistema de premios y sanciones sociales, esté regulado o no, está determinado precisamente por lo que la función reguladora de la sociedad interpreta que es óptima para su funcionamiento. Y esto –en este caso sí- de naturaleza espontánea. Por eso, el criterio del mérito es un principio legitimador del recurso o posición social, pero lo es simbólicamente, y si se quiere, simbólicamente. Es aquí donde se produce el paso ilegítimo que desactiva el cacareado criterio del mérito al unirse a la “abstracción meritoria” lo que alguno llama habilidades extrafuncionales: manifestación de aceptación de vínculos de poder (síndrome laboral de Estocolmo), expresión de lealtades (hacer la pelota), capacidad de autorrepresentación (tener conversaciones absurdas, complacientes y sonrientes con quien en cada caso funja como actor de las diferentes dimensiones regulativas, también tener buenas tetas, ir al gimnasio y/o vestir bien), vínculos institucionales (expresión externa de gustos, inclinaciones, tendencias que reproducen las que reflejan quienes ostentan puestos de toma de decisiones, emparentamiento con “buenas familias”, etc. ; en otro orden de cosas, casinos, pubs de moda…) sin olvidar la cuestión de la reproducción social de los puestos de representación. Esto último es trivial, una forma de endogamia transversal a la mayor parte de las culturas:apellidarse “Sáenz de Santamaría” resulta adscrito finalmente al criterio del mérito.
Este tránsito ilegítimo impide percibir el funcionamiento real del mecanismo del mérito, y al mismo tiempo sanciona como “natural” –en analogía a las cualidades meritorias- distinciones que o bien son sociales o bien irrelevantes en orden a la promoción (tetas o gimnasio). Ahí es donde radica su fuerza legitimadora del orden social –que lo exige al mismo tiempo para su auto-protección- al tiempo que oscurece sus componentes ideológicos y la articulación de los mismos en cada dominio social o laboral particular. A la postre, los puestos de representación son asumidos como dados por la naturaleza de la diferencias naturales, de forma que el orden hegemónico se transmuta en opaco. Con tal opacidad tienen mucho que ver las respuestas psicológicas relacionadas con lo que podemos llamar “capitalismo popular” y que el corpus teórico anarcotradicional condensa en la “falacia del corte inglés”, de la que ya hablaremos en la siguiente borrachera.